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Un domingo candente, Zdeněk Svěrák

Cuando se escribe calor no es tan fuerte como cuando de verdad hace calor. La cabina cuadrada del Avia era un horno, y eso que era ya casi medianoche. El chofer Vojtěch Puklica iba con las dos ventanillas abajo pero el aire de afuera se sentía como si la noche tuviera calentura. Sólo en el momento en que la carretera ardiente entró en el bosque, sintió en el codo izquierdo un soplido agradable y frío. Ya no tenía ganas de beber el agua caliente de la botella de plástico. Se regodeaba con la idea de tomarse una cerveza en casa. Unas cervezas. A su mente venía la imagen de las botellas, la manera en que lo estarían esperando en el sótano de su casa y, al encender la luz, las corcholatas doradas resplandecerían con intensidad, coronadas sobre sus cuellos.
Durante un rato estuvo haciendo girando la cabeza para no dormirse. Había tenido una semana pesada, que esta vez se había prolongado hasta el sábado. Hoy en día, el transportista privado tiene que cruzar el país como loco para salir de apuros. Y no todas las noches se puede pegar ojo. Esta vez había perdido muchas fuerzas en Chomutov. A pesar de que a Puklica ya empezaban a salirle canas, siempre tenía que ingeniárselas para poder terminar solo en la cama. En Chomutov, en aquel miserable hotel con olor a col en escabeche, volvió a meter la pata. La mesera descansaba al día siguiente. Hacia el amanecer, él se caía de sueño, pero ella le machacaba el oído con insistencia:
–No te duermas, cariño. Éste dormidote y tan chulo que está.  
El conductor se colgó del volante y cuando el vehículo torció a la derecha las luces lamieron las construcciones conocidas sobre la plaza. Atravesando el pueblo que dormía llegó hasta su casa. Era de una sola planta. Sin mirar, se metió en reversa debajo del tilo. Con un giro de llave, anuló la luz y el sonido y, exhausto, se deslizó desde la cabina hasta el suelo. Un silencio celestial inundó sus oídos, bombardeados durante horas por el motor a diesel y el estruendo de la autopista. Oyó a lo lejos el ladrido de unos perros y el restallido metálico de unos cilindros enfriándose.
Su perro sabía que no podía ladrar. Desde el postigo soltó solamente un gruñido silencioso, pero de contento. Puklica se arrodilló frente a él y con ambas manos empezó a acariciarlo con aspereza desde la cabeza hasta la cola.
–Aquí estoy, ya, ya estoy de vuelta... –susurraba, mirando al animal a los ojos.
También ahí el aire era caliente. En el pasto estaba tirada la manguera. Se desnudó y abrió la llave. El agua, al principio caliente, gradualmente comenzó a enfriarse, hasta que el chorro frío de las profundidades del pozo llegó hasta su cuerpo sudoroso. Vojtěch relinchó como un caballo y, al echar la cabeza hacia atrás, lleno de júbilo, vio el cielo colmado de estrellas de una inusual refulgencia. Mañana otra vez no va a llover.
Věra era gorda. Puklica bebía la cerveza directo de la botella porque así era como más le gustaba; al mismo tiempo, fumaba y observaba a su mujer. Se había quedado dormida en el sillón frente al televisor, con el control remoto en la palma de la mano. Tal vez no había tenido fuerzas para pasarse al dormitorio. Como siempre, dormía sobre su costado derecho. Por la manga corta del camisón brillaba el hombro pálido y el brazo carnoso. Había tirado la frazada al suelo, por lo que Puklica pudo ver toda su pierna izquierda, de linda pantorrilla, pero de poderoso y grueso muslo. No obstante, eso era normal en esta región del país. Cuando uno se casa, se casa con una muchacha guapa y sabrosa, con las proporciones exactas, pero cuando uno ya la saboreó, y luego llegan los hijos, gradual e imperceptiblemente se pone tan oronda como su madre. Eso le pasa a todas y Vojtěch ya se había resignado. Věrka tenía un bello rostro, de buen carácter, uno muy bueno. Definitivamente mejor que el de él.
Al terminar la tercera cerveza se dirigió al cuarto de los niños. Se sofocaba uno allí, de manera que les dejó abierta la puerta para que se colara una ligera corriente. Acarició la frente empapada de Pavlínka. Al poner boca arriba al pequeño Vojta para que pudiera respirar mejor, el niño dijo:
–¡Se acabaron las municiones! –y volvió a sumirse en su agitado sueño.
Ya en su dormitorio cayó en la cama como un tronco. Luego de un rato oyó un grillo en el jardín. Todavía tuvo tiempo de acordarse de que sus hijos decían guillo, y luego se durmió profundamente.

Durante el desayuno Věrka sugirió que sería buena idea ir a recolectar arándanos. Puklica consideró que no era buena idea porque en qué estado podrían estar los arándanos con este calorón, pero la idea que le sugirió el frescor del bosque lo convenció. Después ella añadió:
–En la oficina de correos tienen una carta para ti. No me la quisieron entregar, que porque te la tienen que dar a ti en la mano. Es del juzgado de Kladno.
–¿Del juzgado? –vaciló Puklica.
–¿Que no tuviste un accidente de tránsito? ¡Niños, en la alacena están los botes! ¡Vámonos! –dijo Věrka, organizando la expedición.
A Puklica le agradaba el cambio cuando, luego de una semana de viajes estrepitosos y cansinos en el camión, se sentaba al volante del auto compacto. Todo corría ligero y en silencio, bastaba un roce en el pedal y la aceleración lo sumía a uno en el respaldo. Sin embargo, esta vez el gozo no hizo acto de presencia. Mientras internaba a su familia en los bosques que se veían en el horizonte, miraba con indiferencia el asfalto, que comenzaba de nuevo a suavizarse por efecto del calor, al tiempo que un gusano le roía el cerebro, un gusano que mientras más roía, más crecía.  
–Vojta, ¿me oyes? –dijo Věrka, mientras le daba un pellizco en la pierna–. Que si les trajiste los tubitos de Hořice.
–No, niños, todavía no he ido a Hořice, apenas voy a ir –dijo Puklica.
Después Věrka estuvo contando algo sobre el comedor escolar, donde ella hacía la comida, que habían tenido que tirar toda la olla de sopa porque le habían puesto sal dos veces, pero Vojtěch no hizo mucho caso.
–¿Y se la comieron? –preguntó.
–Te estoy diciendo que la tiramos. Papá está cansado. No nos pone ni tantita atención –dijo Věra, dando un suspiro.
Paró al pie de una colina boscosa que llamaban el monte de los arándanos, y puso el carro bajo la sombra. Su mujer y los niños se adelantaron. El pequeño Vojta le lanzó una conífera a Pavlínka y Věra lo reprendió.
Puklica aspiró profundamente el aire del bosque, y con el bote en la mano echó a andar en dirección a donde estaban los demás. Este era el alimento que devoraba incansablemente el gusano que traía en la cabeza: Era de noche. La ciudad de Kladno. La mujer de pelo castaño, menuda, de nombre Uršula, servía en la mesa una botella de vino tinto. Puklica estaba hundiendo el diente del sacacorchos cuando Uršula dijo, como si dijera que había ido a comprar pan:
–Estoy esperando un chamaco. Te vas a tener que casar conmigo.
Vojtěch estaba a punto de golpear el sacacorchos con la palma de la mano para que el corcho, con una leve hincadura hacia adentro, se dispusiera a salir, pero al oír la noticia la mano se le paralizó.
  –¡Ábrelo nomás! –dijo para estimularlo, y luego agregó–. Te ves sacado de onda. ¿Qué esperabas?
Así se expresaba ella. No con el lindo dialecto moravo de Věrka. Tal vez esa manera de hablar tosca y fea era la que lo excitaba de una manera nociva. Se habían conocido cuando la ayudó a mudarse al estudio. En el camión iba sentada en el asiento del copiloto y durante todo el trayecto de Kouřim a Kladno no le quitó el ojo de encima. Cada que se volteaba a mirarla, ella tenía los ojos clavados en él. Cuando la situación se tornó insoportable, le preguntó:
–¿Qué? ¿No le gusta mirar el paisaje?
–El paisaje me vale un pito –respondió y siguió con los ojos clavados en él.
Cuando en el octavo piso del condominio de Kladno terminó de atornillarle la cama, al instante se acostaron así como si nada, como si sólo hubieran ido a eso. Vojtěch no conocía esa forma de hacerlo. Estaba claro que Uršula había nacido para ello. Y lo que decía mientras lo hacía tampoco lo había oído nunca. Lo había dejado tan picado que viajaba hasta Kladno incluso desde los lugares más alejados.
Puklica se puso en cuclillas y empezó a recolectar arándanos. Eran pequeños, como balines. Cuando tuvo cubierto el fondo del bote, se sentó en un tocón y prendió un cigarro.
–¡No fumes! Después de estos calores todo está seco– le gritó Věrka.
Vojtěch le hizo un gesto con la mano, pero poco después apagó el cigarro en la rajadura de un tocón. De cualquier forma no lo había saboreado. Se sentía mareado. El sol ardía como si estuviera más cerca que nunca de la tierra.    
–¡Mami! ¡Aquí están más grandes! ¡Vengan para acá! –oyó que decía Pavlínka.
Puklica se tendió sobre el musgo seco como paja y se quedó observando las copas de los pinos.
–Hoy tienen unos métodos que nada más te lo succionan y ya –le dijo a Uršula.
 –Mi amorcito, de ésta no te salvas. Si no te casas conmigo, vas a tener que sacar la lana –respondió ella–. Te va a llegar un escrito del juzgado.
–¡Y el señor aquí echadote! –sonó la voz de Věrka sobre él, y se le echó encima con todo su voluminoso cuerpo–. Los niños andan lejos –le susurró al oído, besándolo con la boca azul de arándanos.  
–Tengo calor –dijo él.
Entonces ella se le puso a un costado y comenzó a hacerle cosquillas con un tallo.
–A algunos ya se les acabó el agua de los pozos. El viejo Lysický dice que no recuerda un calor como éste.
Věrka tenía una voz linda, tranquilizadora. ¡Ay, mi almita buena! Si supieras lo que ignoras, se dijo Vojtěch con las lágrimas a punto de brotarle.
–Ya que son tan chiquitos, vamos a juntar aunque sea para un pastel –dijo mientras se levantaba.
De camino a casa, el asfalto chasqueaba, como si se pegara a los neumáticos. Los niños imploraron que querían ir a darse un chapuzón, así que fueron al estanque. Ahí había un carro, un viejo Fiat 500, y en el agua nadaba una mujer. Puklica se puso pálido. Era Uršula. Sin embargo, cuando la menuda y bronceada mujer salió del agua, por suerte ya no se trataba de Uršula. Él y Věrka esperaron a la sombra de un aliso, observando cómo los niños chapoteaban en el agua.
–Estás trabajando mucho en el camión, no hace falta que te mates tanto, ganas suficiente dinero –dijo ella, mientras le acariciaba el cuello. 

Puklica se puso a pensar cuánto tendría que pagar por el niño. Luego de un rato, volvió a pensar si habría manera de encubrir el asunto. No se le ocurría ninguna. Al día siguiente, cuando volviera de la oficina de correos, Věrka iba a querer saber qué le escribían del juzgado.
Sus dos hijos ya sabían nadar, sólo que las brazadas de Vojtík aún eran un tanto precipitadas, como las del mismo Puklica que, cuando era pequeño, estuvo a punto de ahogarse en ese mismo estanque.
–¡Vojta, para acá ! ¡Más allá está hondo! –le gritó Věrka, y el niño, con el mentón flotando sobre la superficie, se dirigió hacia la orilla.

Había sido una larga mañana. Meciéndose y apoyada en un bastón se acercó la tía Drábková, quien una vez sentada en la banca, bajo la sombra de la casa, se puso a hablar de la sequía, de que no habría cosecha, de que el bosque ardía, de que los bomberos habían venido de toda la comarca y de que pasados los calores podrían sobrevenir tormentas e inundaciones.
Debajo de la banca, a los pies de Puklica, aumentaba el número de botellas de cerveza vacías. Pensó en si iría a pagar por una niña o por un niño. No había vuelto a ver a Uršula desde que ella se lo había comunicado. Sacó la cuenta de los meses. Eran ocho. Por desgracia concordaba. Věrka le acariciaba la rodilla.   
A la distancia se oyó por un breve intervalo de tiempo la sirena de una ambulancia.
–Estos calores son un peligro para los ancianos –dijo la tía, y después se pusieron a deducir por quíen habría ido la ambulancia. Los niños corrieron a cerciorarse.
Puklica tenía deseos de que la ambulancia fuera por él para llevárselo al hospital, donde quizá le pondrían otra cabeza, una que no trajera adentro ese gusano voraz que allí se había encontrado manjares a más no poder. En ese momento comenzó a carcomerlo el tema de la prueba de sangre, si habría de someterse a una o de plano confesar que sería papá.
–Se me hace que algo le pasa a Vojta, no se le ve buena cara –observó la tía.    
–Está cansado –dijo Věrka.
Cuando la tía se fue, Puklica consideró que lo único que le podría ayudar sería un slivovice. Tenía uno muy bueno, hecho con ciruelas propias. En las entrañas sintió los efluvios de una fuerza redentora y cordial. ¡De haberse acordado antes...! Los niños volvieron con la noticia de que se habían llevado al viejo Lysický y que todavía iba vivo.

Věrka fue a acostar a los niños, se dio un baño, se puso el camisón de noche, el de encaje transparente, se puso Miracle en los lóbulos, el perfume que Vojta le había dado en Navidad, y así salió del baño.    
Puklica apuró de un trago otro vaso.
Al dirigir la mirada hacia su mujer, reparó en su belleza y bondad, y también en lo malnacido que era. Se sintió conmocionado hasta las lágrimas, que terminaron por salírsele.  
–¿Qué te pasa? –se fue a sentar a su lado en la cabecera de la cama–. ¡Te me pusiste borrachito!
–Sí –dijo Puklica, y de pronto supo que lo que más podría ayudarle sería sacarlo. Sacarlo tal y como era y compartir con alguien el terrible hecho. Tomó a su mujer de la mano y dijo:
–En Kladno embaracé a una vieja. Voy a tener que pasarle una pensión alimenticia.
De esa manera fue como escupió en ella la larva, el maldito gusano del remordimiento. La cara de ella, bonita, tersa, permaneció sin alteraciones por algunos segundos; casi daba la impresión de que se volcaba en una sonrisa, como pasa al inicio cuando la risa y el llanto se asemejan, pero después se transformó en un rictus de aflicción desesperada, en una careta fruncida y rígida de desdicha. Věrka se arrojó sobre las almohadas, envolviéndose la cabeza con ellas mientras se ahogaba en un llanto lastimero. Una vez que dejó empapadas dos almohadas completas y los primeros gallos anunciaron el final de una espantosa noche abrasadora, ambos cayeron rendidos por el sueño.

Dirigirse a la oficina de correos ya no representó gran dificultad para Vojtěch Puklica. Lo peor ya había pasado. Una vez asentada su firma, le dieron la carta, que leyó en la banqueta afuera de la oficina. Era de Kladno, pero no del juzgado, sino de la policía. En ella estaba escrito lo siguiente:

  Le comunicamos que la investigación iniciada a solicitud suya acerca del hurto de unos neumáticos no arrojó ningún resultado concluyente.


Zdeněk Svěrák, Povídky, Fragment, 2008.
Traducción: Jorge Simon  

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